martes, 6 de julio de 2010

La Matanza

Aún no estaba familiarizado con la sangre. Sin embargo, los habitante de “El Llano”, un pequeño pueblo de apenas cincuenta habitantes, marcaban en sus respectivos calendarios con un círculo rojo los días en que se reunían, por lo menos una veintena, para ofrecer su anual sacrificio al Dios que habita en el estómago.
El turno era rotativo, bajo el manto democrático, se reunían la primera semana de Septiembre coincidiendo con las fiestas del pueblo para asignar a cada familia su día de “La Matanza”. Los preparativos eran largos, y los intereses mayores. Cada familia dependía en gran parte de ese día, no sólo por el hecho de que se asegurarían el alimento para el año, sino porque también vendían un gran número de piezas a alguna persona osada de la ciudad que no tuviera muchos escrúpulos en lo que a la carne se refiere, ya que no eran habituales los controles de Sanidad.
Me desperté nervioso. Aunque me había acostado tarde y estaba cansado, tardé en conciliar el sueño esperando el día de mi iniciación. Salté de la cama como si en está hubieran dormido una docena de serpientes a mi lado y no me hubiera percatado hasta abrir los ojos.
- ¡Abuela, abuela!- grité mientras recorría el pasillo, hoy más oscuro, por el que avanzaba poseído hacia la luz que se dejaba entrever por los cristales grabados de la puerta de la cocina- ¿dónde está mi ropa?
- Haz el favor de sentarte y no dar voces- parecía concentrada limpiando todos los utensilios de acero creados para hacer del animal cazado, algo sagrado que satisfaga a nuestro Dios.- Primero desayuna.
Engullí el pan untado con mantequilla y me vestí con una funda azul que mi abuelo me había comprado para el evento. Salí por la puerta y me frené en seco durante unos segundos a observar el epicentro del patio interior donde se reunían los Señores de la Sangre. Seguramente debatían sobre la manera más rápida y eficaz de acabar con el cerdo. Yo intuía el frío, miré hacia el cielo gris de Noviembre y respiré profundamente, dejando que el aire fresco de la mañana enfriara mi cuerpo por dentro para despertarlo.
Cuando llegué al patio, el olor a excremento y a carne cruda habitaba entre las piedras del suelo, era el olor a enfermedad, quizás a muerte. El más veterano de los Señores de la Sangre, “Cuqui”, hizo un gesto a tres hombres más jóvenes situados en la puerta de la cuadra. Estos asintieron y se apresuraron a entrar, con una especie de gancho metálico colgando en sus manos que parecía una prolongación antihumana de éstas.
Los chillidos podían oírse a kilómetros de distancia. Agudos, ensordecían mis oídos, agudos como cuchillas de afeitar. La bestia no quería salir de su jaula; los tres hombres lo arrastraban tirando de los ganchos que pasaron de colgar en sus manos a estar incrustados en el hocico del animal y detrás de sus orejas. Los alaridos cada vez eran más fuertes y cada vez punzaban más mi cabeza. “Cuqui” se acercó tranquilo, con un cuchillo de forma curva, casi sonriente levantó la cabeza al cerdo y se lo clavó en el cuello, al lado de la arteria. La sangre brotaba, espesa; corría por el suelo arrastrando con ella lo que encontrara a su paso hasta llegar a mis botas.
Sentí mi respiración acelerada, mi vista era borrosa, con una nube roja en el horizonte. Sólo podía oír los alaridos del animal. Me giré y corrí, corrí más rápido que la sangre hasta la cama llena de serpientes. Prefería que estas me mordieran antes que volver a oír las quejas de la Bestia.

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