lunes, 28 de junio de 2010

Resortes en la naturaleza

El valle se contraía contra las verdes montañas de piel de tortuga, armadas con rocas por caparazón; asoman tristes como cuerpos esculpidos en mármol intentando asomar un poco más su atrevimiento. La tierra los empuja hacia dentro, sólo unos pocos astutos sobresalen, y la gran masa de barro, arena y hierba los engulle hacia sus entrañas. “¡no destaquen!”, “¡pasen desapercibidos!”. Pude sentir desde el coche el firme latido de las rocas imperturbables en su postura, y el movimiento de la tierra cubriendo cada resorte de libertad.
Apareció la niebla en forma de banco espeso engañado a la multitud; aliada con la piedra, despista con su melancólico juego de brillos y su espectacular puesta en escena. Ahora ciegos, se repliegan. La lluvia enviada por los dioses convierte el firme suelo en barro y yo mismo entumezco mis músculos hasta convertirlos en armas rígidas donde golpean y salen expulsados hacia el exterior todos los agravios. Me vuelvo fuerte. Los dioses golpean mi cuerpo y lo esparcen líquido por la naturaleza mientras el blanco manto sepulcral me envuelve entre el verde. Invisible cruzo la ciudad.

No respondieron

Para cuando sonó la campana, que anunciaba las 14:20, hora de salida, parecía un anfibio retorciéndose en su asiento. Sus largas piernas culminaban en un número cuarenta y cuatro de pie que cada veinte segundos, cuando su organismo necesitaba desentumecerse, chocaban con el borde inferior del respaldo de su compañera, sentada delante. Ésta, como un viejo motor de precisión, cada veintidós segundos lanzaba un suspiro de agobio, y cada ciento cincuenta y cuatro segundos se giraba, y peinando su flequillo, con mirada amenazante, apuntaba con su bolígrafo Bic directamente al entrecejo de Rodrigo.
Este juego, era quizás el único contacto con sus compañeros de Instituto. Así, Rodrigo quiso ver en Ana algo más que una adolescente maníatica, y a menudo era protagonista en la religión onanista de él. Pero como todos los días, ella no se giró al salir por la puerta. Él esperaba este momento, sin duda; en el que se girara y con una medio sonrisa tímida de lado, colocando un mechón detrás de su oreja, le mirara justo antes de agachar la mirada y ponerse roja.
Con lentitud, empujó sus libretas a la bolsa de mano gris, regalo de cumpleaños de su madre, comprada en unos grandes almacenes y acompañada de unas deportivas casi del mismo tono con las que su madre pensó que iría a la par de la última tendencia. No le guardaba rencor alguno; realmente no le importaba que sus playeras fueran unas cup`s modelo yonqui de los ochenta, porque su madre, que a penas había salido de casa en los últimos seis años, hizo un esfuerzo, burlando la estrecha vigilancia de su padre, para bajar al centro de la ciudad y comprarle su regalo. Cada vez que se revisaba los cordones, antes de emprender el camino de vuelta a casa, pensaba en su madre; y el ruido de la campana le despertaba la maquinaria de su estómago, que empezaba a soltar a diestro y siniestro jugos gástricos, haciendo que sus tripas rugieran. Ella, como intuía en su hijo, lo esperaba cerca del timbre de casa para que solo tuviera que llamar una vez y correr escaleras arriba hasta la mesa.
Siempre necesitaba esperar, por falsa seguridad, a que las tres cuartas partes del Instituto desalojara para no tener que sentirse observado por aquellos que preferían no hablarle, pero si señalarlo como lo que realmente era, un bicho raro. Cruzó el patio con la luz de Primavera, rápido e inundando cada trozo de asfalto hasta alcanzar la salida. Allí se detuvo, y mirándose las pestañas, ordenó sus pensamientos, o más bien lo que habría de pensar hasta llegar a casa, porque estos se repartían y repetían cada día, dependiendo de la calle en que se encontrara y la manera en que estas, dependiendo de su demografía y de su luz influyeran en el estado de ánimo de Rodrigo.
La avenida de Juan Carlos I era rápida y ancha. Debido a su gran recta, los coches circulaban a una velocidad por encima de lo permitida, lo que ponía muy nervioso a Rodrigo. Imaginó que los coches en vez de gasolina usaban jugos gástricos para hacer funcionar sus motores, o que simplemente sus conductores conducían con el estómago en vez de con la cabeza. Hacemos de nuestras necesidades las de todos, si sentimos hambre creemos que todos los demás han de tener hambre, cuando a lo mejor, conducen de forma agresiva y veloz debido simplemente a la histeria colectiva que se genera en los sistemas en los que el tiempo funciona como mediador en la ecuación más producción, más beneficios, por lo que reduzco el tiempo innecesario.
Tiempo innecesario es igual a comida sana, usar una bici como medio de transporte, tiempo de ocio, visitas a mis amigos, a la familia …
La calle Río seco era estrecha. La luz se repartía dependiendo de la hora del día, democráticamente. Por la mañana calentaba a los vecinos que vivían en el lado impar, que dejaban sus ventanas abiertas al aire puro de la mañana mientras hacían sus pequeños recados e intercambiaban opiniones subjetivas en pequeños cafés de media hora; y por la tarde obviamente a los pares. Estos abrían sus ventanas a la hora de comer, y mientras veían el telediario, caían en un placentero sueño que sólo interrumpía una corriente de aire que hacía que las puertas amenazaran con cerrarse.
Rodrigo alternaba luz y sombra, dependiendo del tráfico de la avenida Juan Carlos I. Si esta era demasiado denso y rápido, elegiría sombra. Si por el contrario, era tranquilo, con su sistema empático altamente desarrollado, elegiría la paz del sol.
Al igual que en la aviación, la hora estimada de llegada (estimated time of arrival), dependía directamente de la predicción meteorológica, ya que su influencia en Rodrigo era directamente proporcional a su velocidad. Los veintidós grados centígrados y setenta y nueve por ciento de humedad harían que su llegada se retrasara de las 14:38 a las 14:41.
Giró en la esquina tomada por la carnicería “El Potro”, especializada en carnes exóticas, al menos para el barrio en que se encontraba, donde no era habitual hacer guisos con carne de perdiz, potro o jabalí; pero la persistencia de su dueño, Emmanuel, haría que llevara abierto la friolera de diecisiete años, coincidiendo con el nacimiento de Rodrigo; aunque éste era Leo, y “El potro” Sagitario. Rodrigo también tenía la teoría de que el hecho de que una carnicería así se hubiera mantenido tantos años, se debía a la coincidencia de nombre y parecido de su propietario con un antiguo actor de películas eróticas, bien conocido por todos y admirado en secreto. Quizás el dueño de la carnicería también guardase para sí sus tendencias bisexuales, como haría el gran Emmanuel, para no defraudar a las amas de casa del barrio.
Rodrigo ya podía visualizar el portal de su casa, hecho con aluminio, herencia de la modernidad de los ochenta; pero que en días de estrepitosa luz como hoy, brillaba cegando a los costumbristas inquilinos de los marcos de madera. Siempre apresuraba su paso al encontrarse en la calle Río de oro, además de comenzar a escuchar el tráfico y su respiración. Sus cinco sentidos se activaban de una manera casi automática al ver a sus vecinos, abandonando un mundo de ideas y teorías más o menos absurdas y convirtiéndose en un vecino corriente.
Llamó al timbre de su casa. No respondieron. Notó el sudor resbalando por su frente, se lo limpió con la mano. Volvió a llamar pasados ocho segundos, esta vez dos veces. Comenzó a respirar más lento. Esperó ahora catorce segundos mientras su mirada descendía desde la baca de un coche hasta las ruedas. No respondieron. Se sentó en el bordillo del portal a esperar. Un coche giró en la esquina con dos luces azules en el techo. No respondieron.