Se agotaba mi libertad. Al menos así lo percibí al levantarme el treinta y uno de julio a las ocho de la mañana. Mi familia estaba dispuesta a dejarme en manos de unos profesionales y a prescindir durante unos meses de mi presencia, como quien posa un saco de piedras de río cargadas inútilmente, sin sentido ni recompensa.
Noté sus miradas en el desayuno que me ahogaban en silencio, con ese tipo de tensión que merodea en el ambiente incapaz de ser tan siquiera rasgado por el cuchillo con el que David decapitó a Goliat. Viví cada acción aquella mañana como si llegara a ser la última. Me duché con Santa calma, me vestí como me hubiera gustado que encontrasen mis restos en alguna carretera secundaria y calcé mis mejores zapatos.
Teníamos tiempo, hasta la una y media no me abandonarían, así que tomamos café en un pequeño bar a dos kilómetros del Centro donde pasaría los próximos nueve meses, como en un útero, sin salida. Paseé al lado de mi padre, que sin hablar, sin mirar, parecía comunicarse con el entorno a través de su respiración. Cada vez que lanzaba un suspiro yo leía entre líneas, y suponía que quería decir algo. Quizás algo parecido a: cuídate mucho, te echaremos de menos, los siento… El caso es que siguiendo su modus operandis, entramos en una joyería y me compró un reloj, así pensaba que el gesto hablaría por él y quedaría todo dicho entre nosotros.
-Elije el que quieras. Mira ese que bonito con la carta de navegación impresa.-una vez más me dejaba perplejo ante tal grado de incapacidad para poner de manifiesto sus pensamientos. Se puso nervioso. - ¿qué te pasa? ¿no te gusta ninguno?
-La verdad, que no uso reloj.-
-¿Por qué no? Además sabes que te hará falta uno.
-Está bien- lancé lánguidamente- quiero ese- Sé, que en cierta medida, elegir el Casio más barato de correa negra y esfera blanca le decepcionaría, una vez más.
Recogimos a mi madre y a mi hermana y nos subimos al coche. Había grabado una selección de canciones para ese último viaje; incluso el orden, de la primera a la última, había sido estructurado minuciosamente. Así que en cuanto enfocamos la cuesta de entrada al Centro, como el DJ principiante que era, torpemente pasé las canciones hasta selecciona El último diciembre. Cerré los ojos. Sentado en el cómodo asiento del limpio y flamante automóvil negro, recordé días claros de Otoño paseando por calles de adoquines grises entre hojas marrones, con la luz anaranjada bañando los edificios, mutándolos en vida.
Una voz de represión me hizo salir del ensueño. Nos confundimos de entrada, quizás resultaba ser una premonición. Dimos la vuelta y al entrar nos recibieron cuatro internos que amablemente se dispusieron a llevar mi equipaje a la habitación para hacer un registro de mis cosas.
Ellos se fueron, mi padre con las manos en los bolsillos y mi madre sujetando su bolso. Les acompañé hasta la verja, y mientras se cerraba observé, en plena quietud, a mi padre girarse y mirarme con los ojos húmedos y su rostro enrojecido. Allí me quedé estoicamente, viendo como mi libertad se esfumaba en un limpio y flamante coche negro.
La Era de los Ofendidos
miércoles, 21 de julio de 2010
miércoles, 14 de julio de 2010
MOAT
Se lo merecían los muy cabrones. Traición, traición, bastardos, traidores. Dos años metido en esa pecera de metal y cuando salgo… joder, ¿qué he hecho? A la mierda, se lo merecían los muy cabrones. ¿Novia?¿amigo? seguro que se la tira mientras arden en el infierno.
Mientras avanzaba por el bosque apartando las ramas que salían a cortar su paso, como brazos justicieros que arañaban sus brazos, Raúl trataba de pensar en algo que no fuera su crimen. El sol calentaba sus hombros, por lo que no podía pensar con la misma claridad con la que los rayos del astro bañaban el verde fantasmal de aquellas tierras, antes muy bien conocidas por él. Raúl había veraneado en varias ocasiones cerca de allí, en un pueblo llamado Rothbury. Era conocido en la taberna debido a sus excesos continuados con el alcohol, ya que estos siempre acababan en alguna pelea absurda motivada por la enfermedad congénita de Raúl que le obligaba a llevar la contraria en cualquier tema de conversación. Necedad.
Nada parece estar en su sitio, ¿dónde está el río? Alguien lo ha cambiado de lugar; allí, junto al gran roble, allí había un viejo molino… joder, ¡no, espera! Era por aquel lado. ¡Si, ya me acuerdo! Tengo que correr, correr, correr… pero, ¿hacia dónde?
Estaba asustado, sabía que le perseguían. La noche anterior se había adentrado en el pueblo; sabía que la señora que vivía cerca de la tienda dejaba la puerta de su casa abierta. Entró descalzo, agarró el pomo y este alarmó un pequeño crick cuando fue girado. Raúl esperó tres segundos en posición de vigía. Al no oír más que al presentador de algún cutre CallTv , con un movimiento rápido y firme entró en la casa. Pensó que la luna, la de las mil caras, le protegía y estaba de su parte; ésta iluminaba la cocina entrando en silencio por la ventana. Se acercó al salón mientras comía un aperitivo envuelto en pan de molde. Cambió de canal y vió su rostro en las noticias de madrugada.
Puede que no estén lejos, esos cerdos fascistas con sus disfraces de monos adiestrados, sus pistolas automáticas… ¡ mandaré a seis o siete directos al cielo como se les ocurra ponerse tan sólo delante de mi! Debo cruzar pronto el río, al otro lado me esperan mis chicos para sacarme de este país de traidores. Ahí está, el río …
Se detuvo en el último árbol que miraba hacia el río y allí estaban, la policía rastreaba la zona. Caminaban por la orilla del río sujetando a sus perros, que olfateaban la tierra húmeda y verde en busca del rastro del asesino. Uno de ellos, el perro más joven, criado en una sucia perrera, quizás por eso también era el más fiero, levantó la mirada y olió el aire. Raúl lo miró desde lejos. En ese mismo instante en el que animal y hombre se funden en un mismo ser, fue consciente de que estaba acabado; en breves momentos, la fiera, el delator, comenzaría a ladrar poseído.
Con su brazo rodeando un ancho árbol, se dejó caer el suelo hasta sentar su culo en la hierba y apoyar su espalda contra el mismo. En dirección contraria a la corriente del río, con la respiración profunda y veloz, sacó su revolver oculto en su bota derecha. Observando el vaivén de las ramas, que pasaron de arañar sus brazos a mecerlo en un profundo ensueño, miró al cielo que se dejaba entrever con las hojas. Bajó su vista hacia el arma, lo agitó suavemente de derecha a izquierda, y justo cuando el perro comenzó a ladrar, levantó su revolver y apuntando directamente a su sien, se voló los sesos.
Mientras avanzaba por el bosque apartando las ramas que salían a cortar su paso, como brazos justicieros que arañaban sus brazos, Raúl trataba de pensar en algo que no fuera su crimen. El sol calentaba sus hombros, por lo que no podía pensar con la misma claridad con la que los rayos del astro bañaban el verde fantasmal de aquellas tierras, antes muy bien conocidas por él. Raúl había veraneado en varias ocasiones cerca de allí, en un pueblo llamado Rothbury. Era conocido en la taberna debido a sus excesos continuados con el alcohol, ya que estos siempre acababan en alguna pelea absurda motivada por la enfermedad congénita de Raúl que le obligaba a llevar la contraria en cualquier tema de conversación. Necedad.
Nada parece estar en su sitio, ¿dónde está el río? Alguien lo ha cambiado de lugar; allí, junto al gran roble, allí había un viejo molino… joder, ¡no, espera! Era por aquel lado. ¡Si, ya me acuerdo! Tengo que correr, correr, correr… pero, ¿hacia dónde?
Estaba asustado, sabía que le perseguían. La noche anterior se había adentrado en el pueblo; sabía que la señora que vivía cerca de la tienda dejaba la puerta de su casa abierta. Entró descalzo, agarró el pomo y este alarmó un pequeño crick cuando fue girado. Raúl esperó tres segundos en posición de vigía. Al no oír más que al presentador de algún cutre CallTv , con un movimiento rápido y firme entró en la casa. Pensó que la luna, la de las mil caras, le protegía y estaba de su parte; ésta iluminaba la cocina entrando en silencio por la ventana. Se acercó al salón mientras comía un aperitivo envuelto en pan de molde. Cambió de canal y vió su rostro en las noticias de madrugada.
Puede que no estén lejos, esos cerdos fascistas con sus disfraces de monos adiestrados, sus pistolas automáticas… ¡ mandaré a seis o siete directos al cielo como se les ocurra ponerse tan sólo delante de mi! Debo cruzar pronto el río, al otro lado me esperan mis chicos para sacarme de este país de traidores. Ahí está, el río …
Se detuvo en el último árbol que miraba hacia el río y allí estaban, la policía rastreaba la zona. Caminaban por la orilla del río sujetando a sus perros, que olfateaban la tierra húmeda y verde en busca del rastro del asesino. Uno de ellos, el perro más joven, criado en una sucia perrera, quizás por eso también era el más fiero, levantó la mirada y olió el aire. Raúl lo miró desde lejos. En ese mismo instante en el que animal y hombre se funden en un mismo ser, fue consciente de que estaba acabado; en breves momentos, la fiera, el delator, comenzaría a ladrar poseído.
Con su brazo rodeando un ancho árbol, se dejó caer el suelo hasta sentar su culo en la hierba y apoyar su espalda contra el mismo. En dirección contraria a la corriente del río, con la respiración profunda y veloz, sacó su revolver oculto en su bota derecha. Observando el vaivén de las ramas, que pasaron de arañar sus brazos a mecerlo en un profundo ensueño, miró al cielo que se dejaba entrever con las hojas. Bajó su vista hacia el arma, lo agitó suavemente de derecha a izquierda, y justo cuando el perro comenzó a ladrar, levantó su revolver y apuntando directamente a su sien, se voló los sesos.
martes, 6 de julio de 2010
La Matanza
Aún no estaba familiarizado con la sangre. Sin embargo, los habitante de “El Llano”, un pequeño pueblo de apenas cincuenta habitantes, marcaban en sus respectivos calendarios con un círculo rojo los días en que se reunían, por lo menos una veintena, para ofrecer su anual sacrificio al Dios que habita en el estómago.
El turno era rotativo, bajo el manto democrático, se reunían la primera semana de Septiembre coincidiendo con las fiestas del pueblo para asignar a cada familia su día de “La Matanza”. Los preparativos eran largos, y los intereses mayores. Cada familia dependía en gran parte de ese día, no sólo por el hecho de que se asegurarían el alimento para el año, sino porque también vendían un gran número de piezas a alguna persona osada de la ciudad que no tuviera muchos escrúpulos en lo que a la carne se refiere, ya que no eran habituales los controles de Sanidad.
Me desperté nervioso. Aunque me había acostado tarde y estaba cansado, tardé en conciliar el sueño esperando el día de mi iniciación. Salté de la cama como si en está hubieran dormido una docena de serpientes a mi lado y no me hubiera percatado hasta abrir los ojos.
- ¡Abuela, abuela!- grité mientras recorría el pasillo, hoy más oscuro, por el que avanzaba poseído hacia la luz que se dejaba entrever por los cristales grabados de la puerta de la cocina- ¿dónde está mi ropa?
- Haz el favor de sentarte y no dar voces- parecía concentrada limpiando todos los utensilios de acero creados para hacer del animal cazado, algo sagrado que satisfaga a nuestro Dios.- Primero desayuna.
Engullí el pan untado con mantequilla y me vestí con una funda azul que mi abuelo me había comprado para el evento. Salí por la puerta y me frené en seco durante unos segundos a observar el epicentro del patio interior donde se reunían los Señores de la Sangre. Seguramente debatían sobre la manera más rápida y eficaz de acabar con el cerdo. Yo intuía el frío, miré hacia el cielo gris de Noviembre y respiré profundamente, dejando que el aire fresco de la mañana enfriara mi cuerpo por dentro para despertarlo.
Cuando llegué al patio, el olor a excremento y a carne cruda habitaba entre las piedras del suelo, era el olor a enfermedad, quizás a muerte. El más veterano de los Señores de la Sangre, “Cuqui”, hizo un gesto a tres hombres más jóvenes situados en la puerta de la cuadra. Estos asintieron y se apresuraron a entrar, con una especie de gancho metálico colgando en sus manos que parecía una prolongación antihumana de éstas.
Los chillidos podían oírse a kilómetros de distancia. Agudos, ensordecían mis oídos, agudos como cuchillas de afeitar. La bestia no quería salir de su jaula; los tres hombres lo arrastraban tirando de los ganchos que pasaron de colgar en sus manos a estar incrustados en el hocico del animal y detrás de sus orejas. Los alaridos cada vez eran más fuertes y cada vez punzaban más mi cabeza. “Cuqui” se acercó tranquilo, con un cuchillo de forma curva, casi sonriente levantó la cabeza al cerdo y se lo clavó en el cuello, al lado de la arteria. La sangre brotaba, espesa; corría por el suelo arrastrando con ella lo que encontrara a su paso hasta llegar a mis botas.
Sentí mi respiración acelerada, mi vista era borrosa, con una nube roja en el horizonte. Sólo podía oír los alaridos del animal. Me giré y corrí, corrí más rápido que la sangre hasta la cama llena de serpientes. Prefería que estas me mordieran antes que volver a oír las quejas de la Bestia.
El turno era rotativo, bajo el manto democrático, se reunían la primera semana de Septiembre coincidiendo con las fiestas del pueblo para asignar a cada familia su día de “La Matanza”. Los preparativos eran largos, y los intereses mayores. Cada familia dependía en gran parte de ese día, no sólo por el hecho de que se asegurarían el alimento para el año, sino porque también vendían un gran número de piezas a alguna persona osada de la ciudad que no tuviera muchos escrúpulos en lo que a la carne se refiere, ya que no eran habituales los controles de Sanidad.
Me desperté nervioso. Aunque me había acostado tarde y estaba cansado, tardé en conciliar el sueño esperando el día de mi iniciación. Salté de la cama como si en está hubieran dormido una docena de serpientes a mi lado y no me hubiera percatado hasta abrir los ojos.
- ¡Abuela, abuela!- grité mientras recorría el pasillo, hoy más oscuro, por el que avanzaba poseído hacia la luz que se dejaba entrever por los cristales grabados de la puerta de la cocina- ¿dónde está mi ropa?
- Haz el favor de sentarte y no dar voces- parecía concentrada limpiando todos los utensilios de acero creados para hacer del animal cazado, algo sagrado que satisfaga a nuestro Dios.- Primero desayuna.
Engullí el pan untado con mantequilla y me vestí con una funda azul que mi abuelo me había comprado para el evento. Salí por la puerta y me frené en seco durante unos segundos a observar el epicentro del patio interior donde se reunían los Señores de la Sangre. Seguramente debatían sobre la manera más rápida y eficaz de acabar con el cerdo. Yo intuía el frío, miré hacia el cielo gris de Noviembre y respiré profundamente, dejando que el aire fresco de la mañana enfriara mi cuerpo por dentro para despertarlo.
Cuando llegué al patio, el olor a excremento y a carne cruda habitaba entre las piedras del suelo, era el olor a enfermedad, quizás a muerte. El más veterano de los Señores de la Sangre, “Cuqui”, hizo un gesto a tres hombres más jóvenes situados en la puerta de la cuadra. Estos asintieron y se apresuraron a entrar, con una especie de gancho metálico colgando en sus manos que parecía una prolongación antihumana de éstas.
Los chillidos podían oírse a kilómetros de distancia. Agudos, ensordecían mis oídos, agudos como cuchillas de afeitar. La bestia no quería salir de su jaula; los tres hombres lo arrastraban tirando de los ganchos que pasaron de colgar en sus manos a estar incrustados en el hocico del animal y detrás de sus orejas. Los alaridos cada vez eran más fuertes y cada vez punzaban más mi cabeza. “Cuqui” se acercó tranquilo, con un cuchillo de forma curva, casi sonriente levantó la cabeza al cerdo y se lo clavó en el cuello, al lado de la arteria. La sangre brotaba, espesa; corría por el suelo arrastrando con ella lo que encontrara a su paso hasta llegar a mis botas.
Sentí mi respiración acelerada, mi vista era borrosa, con una nube roja en el horizonte. Sólo podía oír los alaridos del animal. Me giré y corrí, corrí más rápido que la sangre hasta la cama llena de serpientes. Prefería que estas me mordieran antes que volver a oír las quejas de la Bestia.
sábado, 3 de julio de 2010
Frágil
Cambio de dirección, hoy se me antoja colgar una canción que escribí hace algún tiempo; no recuerdo cuando.
Nada más saber de qué demonios hablaba, me creí cruel.
Se puede escuchar en www.myspace.com/jonnodsite
Puedes quedarte ahí de pie
tranquila y sin nada a que temer
mirando fijamente el roto
que hay en la pared; intenta no pensar ...
cierra los ojos, deja paso a la oscuridad
que envuelva esta situación
no juzgamos el peligro
ni al miedo que corta la respiración
por no querer, no quería hacerte daño
por no querer, no quería hacerte daño
No es mi mano la que roza tu piel
mañana podrás imaginar
que han sido tus muñecas
quienes han roto tu fragilidad
envidiosas de tu inocencia
y el sudor ... que ahora resbala
distorsiona tu cara..
pueden ser o no tus lágrimas
y el dolor se mezcla con la brisa
del parque a media mañana
asciende violento
por debajo de tu falda
resuena un grito en los oídos
en la mente de San Nicolás
de la dulzura a la negación
de sentirse un poco humano
por no querer, no quería hacerte daño
no quería hacerte daño
sin más huyó, voló directa hacia el sol
cerró los ojos y suspiró
por no querer, no quería hacerte daño
no quería hacerte daño.
Nada más saber de qué demonios hablaba, me creí cruel.
Se puede escuchar en www.myspace.com/jonnodsite
Puedes quedarte ahí de pie
tranquila y sin nada a que temer
mirando fijamente el roto
que hay en la pared; intenta no pensar ...
cierra los ojos, deja paso a la oscuridad
que envuelva esta situación
no juzgamos el peligro
ni al miedo que corta la respiración
por no querer, no quería hacerte daño
por no querer, no quería hacerte daño
No es mi mano la que roza tu piel
mañana podrás imaginar
que han sido tus muñecas
quienes han roto tu fragilidad
envidiosas de tu inocencia
y el sudor ... que ahora resbala
distorsiona tu cara..
pueden ser o no tus lágrimas
y el dolor se mezcla con la brisa
del parque a media mañana
asciende violento
por debajo de tu falda
resuena un grito en los oídos
en la mente de San Nicolás
de la dulzura a la negación
de sentirse un poco humano
por no querer, no quería hacerte daño
no quería hacerte daño
sin más huyó, voló directa hacia el sol
cerró los ojos y suspiró
por no querer, no quería hacerte daño
no quería hacerte daño.
lunes, 28 de junio de 2010
Resortes en la naturaleza
El valle se contraía contra las verdes montañas de piel de tortuga, armadas con rocas por caparazón; asoman tristes como cuerpos esculpidos en mármol intentando asomar un poco más su atrevimiento. La tierra los empuja hacia dentro, sólo unos pocos astutos sobresalen, y la gran masa de barro, arena y hierba los engulle hacia sus entrañas. “¡no destaquen!”, “¡pasen desapercibidos!”. Pude sentir desde el coche el firme latido de las rocas imperturbables en su postura, y el movimiento de la tierra cubriendo cada resorte de libertad.
Apareció la niebla en forma de banco espeso engañado a la multitud; aliada con la piedra, despista con su melancólico juego de brillos y su espectacular puesta en escena. Ahora ciegos, se repliegan. La lluvia enviada por los dioses convierte el firme suelo en barro y yo mismo entumezco mis músculos hasta convertirlos en armas rígidas donde golpean y salen expulsados hacia el exterior todos los agravios. Me vuelvo fuerte. Los dioses golpean mi cuerpo y lo esparcen líquido por la naturaleza mientras el blanco manto sepulcral me envuelve entre el verde. Invisible cruzo la ciudad.
Apareció la niebla en forma de banco espeso engañado a la multitud; aliada con la piedra, despista con su melancólico juego de brillos y su espectacular puesta en escena. Ahora ciegos, se repliegan. La lluvia enviada por los dioses convierte el firme suelo en barro y yo mismo entumezco mis músculos hasta convertirlos en armas rígidas donde golpean y salen expulsados hacia el exterior todos los agravios. Me vuelvo fuerte. Los dioses golpean mi cuerpo y lo esparcen líquido por la naturaleza mientras el blanco manto sepulcral me envuelve entre el verde. Invisible cruzo la ciudad.
No respondieron
Para cuando sonó la campana, que anunciaba las 14:20, hora de salida, parecía un anfibio retorciéndose en su asiento. Sus largas piernas culminaban en un número cuarenta y cuatro de pie que cada veinte segundos, cuando su organismo necesitaba desentumecerse, chocaban con el borde inferior del respaldo de su compañera, sentada delante. Ésta, como un viejo motor de precisión, cada veintidós segundos lanzaba un suspiro de agobio, y cada ciento cincuenta y cuatro segundos se giraba, y peinando su flequillo, con mirada amenazante, apuntaba con su bolígrafo Bic directamente al entrecejo de Rodrigo.
Este juego, era quizás el único contacto con sus compañeros de Instituto. Así, Rodrigo quiso ver en Ana algo más que una adolescente maníatica, y a menudo era protagonista en la religión onanista de él. Pero como todos los días, ella no se giró al salir por la puerta. Él esperaba este momento, sin duda; en el que se girara y con una medio sonrisa tímida de lado, colocando un mechón detrás de su oreja, le mirara justo antes de agachar la mirada y ponerse roja.
Con lentitud, empujó sus libretas a la bolsa de mano gris, regalo de cumpleaños de su madre, comprada en unos grandes almacenes y acompañada de unas deportivas casi del mismo tono con las que su madre pensó que iría a la par de la última tendencia. No le guardaba rencor alguno; realmente no le importaba que sus playeras fueran unas cup`s modelo yonqui de los ochenta, porque su madre, que a penas había salido de casa en los últimos seis años, hizo un esfuerzo, burlando la estrecha vigilancia de su padre, para bajar al centro de la ciudad y comprarle su regalo. Cada vez que se revisaba los cordones, antes de emprender el camino de vuelta a casa, pensaba en su madre; y el ruido de la campana le despertaba la maquinaria de su estómago, que empezaba a soltar a diestro y siniestro jugos gástricos, haciendo que sus tripas rugieran. Ella, como intuía en su hijo, lo esperaba cerca del timbre de casa para que solo tuviera que llamar una vez y correr escaleras arriba hasta la mesa.
Siempre necesitaba esperar, por falsa seguridad, a que las tres cuartas partes del Instituto desalojara para no tener que sentirse observado por aquellos que preferían no hablarle, pero si señalarlo como lo que realmente era, un bicho raro. Cruzó el patio con la luz de Primavera, rápido e inundando cada trozo de asfalto hasta alcanzar la salida. Allí se detuvo, y mirándose las pestañas, ordenó sus pensamientos, o más bien lo que habría de pensar hasta llegar a casa, porque estos se repartían y repetían cada día, dependiendo de la calle en que se encontrara y la manera en que estas, dependiendo de su demografía y de su luz influyeran en el estado de ánimo de Rodrigo.
La avenida de Juan Carlos I era rápida y ancha. Debido a su gran recta, los coches circulaban a una velocidad por encima de lo permitida, lo que ponía muy nervioso a Rodrigo. Imaginó que los coches en vez de gasolina usaban jugos gástricos para hacer funcionar sus motores, o que simplemente sus conductores conducían con el estómago en vez de con la cabeza. Hacemos de nuestras necesidades las de todos, si sentimos hambre creemos que todos los demás han de tener hambre, cuando a lo mejor, conducen de forma agresiva y veloz debido simplemente a la histeria colectiva que se genera en los sistemas en los que el tiempo funciona como mediador en la ecuación más producción, más beneficios, por lo que reduzco el tiempo innecesario.
Tiempo innecesario es igual a comida sana, usar una bici como medio de transporte, tiempo de ocio, visitas a mis amigos, a la familia …
La calle Río seco era estrecha. La luz se repartía dependiendo de la hora del día, democráticamente. Por la mañana calentaba a los vecinos que vivían en el lado impar, que dejaban sus ventanas abiertas al aire puro de la mañana mientras hacían sus pequeños recados e intercambiaban opiniones subjetivas en pequeños cafés de media hora; y por la tarde obviamente a los pares. Estos abrían sus ventanas a la hora de comer, y mientras veían el telediario, caían en un placentero sueño que sólo interrumpía una corriente de aire que hacía que las puertas amenazaran con cerrarse.
Rodrigo alternaba luz y sombra, dependiendo del tráfico de la avenida Juan Carlos I. Si esta era demasiado denso y rápido, elegiría sombra. Si por el contrario, era tranquilo, con su sistema empático altamente desarrollado, elegiría la paz del sol.
Al igual que en la aviación, la hora estimada de llegada (estimated time of arrival), dependía directamente de la predicción meteorológica, ya que su influencia en Rodrigo era directamente proporcional a su velocidad. Los veintidós grados centígrados y setenta y nueve por ciento de humedad harían que su llegada se retrasara de las 14:38 a las 14:41.
Giró en la esquina tomada por la carnicería “El Potro”, especializada en carnes exóticas, al menos para el barrio en que se encontraba, donde no era habitual hacer guisos con carne de perdiz, potro o jabalí; pero la persistencia de su dueño, Emmanuel, haría que llevara abierto la friolera de diecisiete años, coincidiendo con el nacimiento de Rodrigo; aunque éste era Leo, y “El potro” Sagitario. Rodrigo también tenía la teoría de que el hecho de que una carnicería así se hubiera mantenido tantos años, se debía a la coincidencia de nombre y parecido de su propietario con un antiguo actor de películas eróticas, bien conocido por todos y admirado en secreto. Quizás el dueño de la carnicería también guardase para sí sus tendencias bisexuales, como haría el gran Emmanuel, para no defraudar a las amas de casa del barrio.
Rodrigo ya podía visualizar el portal de su casa, hecho con aluminio, herencia de la modernidad de los ochenta; pero que en días de estrepitosa luz como hoy, brillaba cegando a los costumbristas inquilinos de los marcos de madera. Siempre apresuraba su paso al encontrarse en la calle Río de oro, además de comenzar a escuchar el tráfico y su respiración. Sus cinco sentidos se activaban de una manera casi automática al ver a sus vecinos, abandonando un mundo de ideas y teorías más o menos absurdas y convirtiéndose en un vecino corriente.
Llamó al timbre de su casa. No respondieron. Notó el sudor resbalando por su frente, se lo limpió con la mano. Volvió a llamar pasados ocho segundos, esta vez dos veces. Comenzó a respirar más lento. Esperó ahora catorce segundos mientras su mirada descendía desde la baca de un coche hasta las ruedas. No respondieron. Se sentó en el bordillo del portal a esperar. Un coche giró en la esquina con dos luces azules en el techo. No respondieron.
Este juego, era quizás el único contacto con sus compañeros de Instituto. Así, Rodrigo quiso ver en Ana algo más que una adolescente maníatica, y a menudo era protagonista en la religión onanista de él. Pero como todos los días, ella no se giró al salir por la puerta. Él esperaba este momento, sin duda; en el que se girara y con una medio sonrisa tímida de lado, colocando un mechón detrás de su oreja, le mirara justo antes de agachar la mirada y ponerse roja.
Con lentitud, empujó sus libretas a la bolsa de mano gris, regalo de cumpleaños de su madre, comprada en unos grandes almacenes y acompañada de unas deportivas casi del mismo tono con las que su madre pensó que iría a la par de la última tendencia. No le guardaba rencor alguno; realmente no le importaba que sus playeras fueran unas cup`s modelo yonqui de los ochenta, porque su madre, que a penas había salido de casa en los últimos seis años, hizo un esfuerzo, burlando la estrecha vigilancia de su padre, para bajar al centro de la ciudad y comprarle su regalo. Cada vez que se revisaba los cordones, antes de emprender el camino de vuelta a casa, pensaba en su madre; y el ruido de la campana le despertaba la maquinaria de su estómago, que empezaba a soltar a diestro y siniestro jugos gástricos, haciendo que sus tripas rugieran. Ella, como intuía en su hijo, lo esperaba cerca del timbre de casa para que solo tuviera que llamar una vez y correr escaleras arriba hasta la mesa.
Siempre necesitaba esperar, por falsa seguridad, a que las tres cuartas partes del Instituto desalojara para no tener que sentirse observado por aquellos que preferían no hablarle, pero si señalarlo como lo que realmente era, un bicho raro. Cruzó el patio con la luz de Primavera, rápido e inundando cada trozo de asfalto hasta alcanzar la salida. Allí se detuvo, y mirándose las pestañas, ordenó sus pensamientos, o más bien lo que habría de pensar hasta llegar a casa, porque estos se repartían y repetían cada día, dependiendo de la calle en que se encontrara y la manera en que estas, dependiendo de su demografía y de su luz influyeran en el estado de ánimo de Rodrigo.
La avenida de Juan Carlos I era rápida y ancha. Debido a su gran recta, los coches circulaban a una velocidad por encima de lo permitida, lo que ponía muy nervioso a Rodrigo. Imaginó que los coches en vez de gasolina usaban jugos gástricos para hacer funcionar sus motores, o que simplemente sus conductores conducían con el estómago en vez de con la cabeza. Hacemos de nuestras necesidades las de todos, si sentimos hambre creemos que todos los demás han de tener hambre, cuando a lo mejor, conducen de forma agresiva y veloz debido simplemente a la histeria colectiva que se genera en los sistemas en los que el tiempo funciona como mediador en la ecuación más producción, más beneficios, por lo que reduzco el tiempo innecesario.
Tiempo innecesario es igual a comida sana, usar una bici como medio de transporte, tiempo de ocio, visitas a mis amigos, a la familia …
La calle Río seco era estrecha. La luz se repartía dependiendo de la hora del día, democráticamente. Por la mañana calentaba a los vecinos que vivían en el lado impar, que dejaban sus ventanas abiertas al aire puro de la mañana mientras hacían sus pequeños recados e intercambiaban opiniones subjetivas en pequeños cafés de media hora; y por la tarde obviamente a los pares. Estos abrían sus ventanas a la hora de comer, y mientras veían el telediario, caían en un placentero sueño que sólo interrumpía una corriente de aire que hacía que las puertas amenazaran con cerrarse.
Rodrigo alternaba luz y sombra, dependiendo del tráfico de la avenida Juan Carlos I. Si esta era demasiado denso y rápido, elegiría sombra. Si por el contrario, era tranquilo, con su sistema empático altamente desarrollado, elegiría la paz del sol.
Al igual que en la aviación, la hora estimada de llegada (estimated time of arrival), dependía directamente de la predicción meteorológica, ya que su influencia en Rodrigo era directamente proporcional a su velocidad. Los veintidós grados centígrados y setenta y nueve por ciento de humedad harían que su llegada se retrasara de las 14:38 a las 14:41.
Giró en la esquina tomada por la carnicería “El Potro”, especializada en carnes exóticas, al menos para el barrio en que se encontraba, donde no era habitual hacer guisos con carne de perdiz, potro o jabalí; pero la persistencia de su dueño, Emmanuel, haría que llevara abierto la friolera de diecisiete años, coincidiendo con el nacimiento de Rodrigo; aunque éste era Leo, y “El potro” Sagitario. Rodrigo también tenía la teoría de que el hecho de que una carnicería así se hubiera mantenido tantos años, se debía a la coincidencia de nombre y parecido de su propietario con un antiguo actor de películas eróticas, bien conocido por todos y admirado en secreto. Quizás el dueño de la carnicería también guardase para sí sus tendencias bisexuales, como haría el gran Emmanuel, para no defraudar a las amas de casa del barrio.
Rodrigo ya podía visualizar el portal de su casa, hecho con aluminio, herencia de la modernidad de los ochenta; pero que en días de estrepitosa luz como hoy, brillaba cegando a los costumbristas inquilinos de los marcos de madera. Siempre apresuraba su paso al encontrarse en la calle Río de oro, además de comenzar a escuchar el tráfico y su respiración. Sus cinco sentidos se activaban de una manera casi automática al ver a sus vecinos, abandonando un mundo de ideas y teorías más o menos absurdas y convirtiéndose en un vecino corriente.
Llamó al timbre de su casa. No respondieron. Notó el sudor resbalando por su frente, se lo limpió con la mano. Volvió a llamar pasados ocho segundos, esta vez dos veces. Comenzó a respirar más lento. Esperó ahora catorce segundos mientras su mirada descendía desde la baca de un coche hasta las ruedas. No respondieron. Se sentó en el bordillo del portal a esperar. Un coche giró en la esquina con dos luces azules en el techo. No respondieron.
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